Come back, kid.

Bajando del bus, el caminó hacia la salida de la terminal. No sabía exactamente hacia dónde ir. Prendió un cigarrillo, dejó que ese humo negro perfore su alma hacia sus pulmones, expirando intenciones vanas y necesidades sin satisfacer. Caminó con su única mochila. Su inseparable mochila verde con un gran cierre y dos bolsillos a los costados.



Paso a paso caminaba evitando a las personas. Los lentes negros antiguos reflejaban aquel extraño mundo en el que se aventuró a ir. Sus zapatillas tan verdes como su mochila tocaban lo que sus pies no querían tocar, el suelo inmundo por el que él tenía que desplazarse. Sus manos se ocultaban en su jean celeste un poco roto en las costuras cerca de su zapatillas que gastadas por los difíciles caminos del Perú seguían aguantando a el sujeto que miraba siempre al horizonte, siempre con asuntos pendientes, con historias inconclusas, con finales abiertos.

Nunca dejaba de pensar en las líneas de su novela, en los cigarros que fumaba, en las bebidas aguardientes que tomaba, en las canciones que revoloteaban su cabeza y sus oídos cubiertos de los audífonos de un viejo iPod que recuperó del baúl de su antigua casa.

El sol caía al mediodía como si la Tierra le perteneciera desde siempre. El calor no perdonaba, llegaba desde las seis dela mañana hasta las seis de la tarde. Verano sin interrupciones, verano agotador, verano ingrato, verano estúpido. El bus lo dejó exhausto. Se baja la mochila del hombro, la abre y saca una botella de agua. Recuerda que la compró en el camino cuando el bus paró para almorzar. Recuerda también que una chica lo veía, veía su barba, sus lentes, su casaca azul, sus zapatillas verdes como su mochila, veía su mochila. Él la miró, se puso los audífonos de nuevo, puso play al iPod y Babasónicos empezó a tocar. Pagó el agua que ahora estaba bebiendo. La mirada de la chica se diluía en su mente como agua en su garganta.
La chica desapareció porque nada más ocupaba su mente que ella. Ni el tránsito, ni el sol, ni el agua, ni la música, ni su novela de detectives de los años 50 que olvidó en el bus, ni si quiera la pregunta ¿Dónde iré ahora? Nada, absolutamente nada. Ni nadie.

El anillo de compromiso brillaba en su mano derecha, en el dedo índice, donde dicen que pasa la vena que lleva directamente al corazón. Ese corazón que ya no era suyo sino de aquella mujer que dejó atrás. Junto a sus problemas, a sus complicadas conversaciones, a su vida ordenada y perfecta. El odiaba las rutinas, pero lo hizo por ella. Por esa mujer, por su mujer.

Ahora ella no existía en su vida, en su mundo. En la realidad. Ella se esfumó como el humo del cigarro que botó hace tres cuadras para tomar agua. Se esfumó como el humo de los autos y micros al llegar a determinada altura. Se consumió, la consumió. Ella se fue sin decir adiós, sin aviso, sin nota. Simplemente se fue, lo expectoró, ella escupió como flema. Lo dejó plantado en un altar brilloso de una catedral que le pertenecía a la más infame ciudad de la Tierra, su ciudad natal.


El caminaba después de un agotador viaje, con un aliento a cigarro, con el sudor en la frente, con las zapatillas verdes iguales a su mochila, que combinaban con ese jean medio roto en las costuras. El regresó para nunca más irse, para quedarse y morir sin pena ni gloria como había vivido antes de conocerla y después de olvidarla.